He aprendido a resistir cuando digo “resistiré”. Por duros que sean los entrenamientos, por duras que sean las cuestas, por duro que sea aguantar el ritmo alto en los momentos intensos. Por mucho agua que caiga cuando estoy entrenando con lluvia. Por mucho que se me peguen los parpados al despertar y el cuerpo a las sábanas. Esto, si es para ir a trabajar, como si es para salir a entrenar antes de ir a trabajar. Incluso creo que trabajo de otra forma cuando entro después de una de mis sesiones matinales.
He aprendido a quitarme de encima el “miedo escénico” de los momentos previos a una carrera. De esto hace ya tiempo, no es de ahora, pero en Getafe, la última que corrí, me di más cuenta que nunca. Antes no podía con eso. Me entraba una flojera de piernas increíble. Como si las carreras enteras fueran una cuesta desde la misma línea de salida hasta la meta.
Ahora me enfrento a ellas con descaro, con desparpajo, hablándoles de tú. Ahora son ellas las que me temen a mí. Esto no fue fácil. Era un miedo insuperable que ya está superado.
He aprendido a no temblar cuando en mi recorrido se me cruza una cuesta. “Es suelo” – me digo -. “Es sólo suelo” – pienso para mí mismo -. “Más o menos inclinado, pero sólo es suelo. Todo el recorrido es sólo suelo”.
He aprendido a encontrar el punto justo en que tras una cuesta consigo recuperarme y darme cuenta de que puedo con el resto igual que he podido con la cuesta de turno, y entonces ver que las cosas están igual de bien que antes de atacarla. Entonces veo que puedo avivar el paso de nuevo e incluso ir a un poquito más. Entonces veo que todo sigue bien. Que pueden seguir viniendo kilómetros por delante, que aquí estoy yo para aniquilarlos.
He aprendido a oir a mi cuerpo y a mis piernas pedirme más. Esto es al día siguiente de un entreno por duro que haya sido. Al terminar de entrenar me siento vital, pero al día siguiente, es más que eso. Siento mi cuerpo y mis piernas fuertes, alegres, intactas, con ganas de más guerra.
He aprendido a querer a la calle Miguel Hernández. Siempre dije que esta calle me podía enseñar muchas cosas. ¡Y vaya que si lo ha hecho! Me ha enseñado quién soy y lo que soy en este momento. Esta calle ya no me bloquea ni me asusta. Al revés, ahora siento que me empuja. Me da más que me quita.
Me quita el aliento, pero me da la vida, me da fuerzas y ganas para volver a vernos en la siguiente sesión. Me premia. Creo que hasta me aplaude cuando llego.
Y siempre hago lo mismo. Llego a esa calle, me siento unos minutos en un banco del paseo. Desato los cordones de las zapatillas y los vuelvo a atar con parsimonia, ajustando y centrando las lengüetas, recreándome en el ritual. Respiro hondo y miro con cariño - ¿por qué no decirlo? -, ese carril bici a un lado y a otro. El estanque, los árboles, la hierba, las lavanderas que cada vez abundan más por allí. Y siento que la calle también me mira a mí. Y nos sonreímos, y nos guiñamos el ojo. “Trátame bien” – la digo -. “Venga, sube que te llevo” – me contesta. Activo el crono, empiezo a trotar suavemente. El frescor de la mañana acaricia mi rostro y mis zapatillas besan el suelo. Me siento bien, pleno, fuerte, confiado, vivo. Me espera un 2x1000 en subida.
A día de hoy, siento ese “the flow” – ese “the flow” del que tanto hemos hablado -, más que nunca corriendo por mis venas. Creo que todo es posible.
Miguel, gracias. En la vida me he visto así como corredor de fondo.
Amigos, me pusisteis un nudo en la garganta con vuestros comentarios en la anterior entrada. Disculpadme por no responder a ellos. Si puedo lo haré. Dispongo del tiempo justo para contaros lo que aquí cuento y muy poco sobre mis entrenos, pero sigo en la batalla. Sigo adelante. En silencio. Sin hacer ruido. Y ahora quería compartir mis sensaciones.
Besos y abrazos a repartir.