sábado, 22 de marzo de 2008

Al rescate de la cordura

Y lo hizo. Se terminó el año 2007. Y empezó 2008. Y pasó Enero. Pasó de largo como un suspiro. Esto, dicho siempre subjetivamente y apreciado desde mi propia óptica, y desde el ritmo de vida que llevo, que por otra parte no creo que sea muy diferente del de muchas y muchos. Un ritmo de vida que a finales del año pasado me había propuesto no seguir llevando, pero que se impone contra la voluntad de uno por mucho que uno se resista.

Y llegó Febrero. Aún siendo bisiesto este año, pasó delante de mi vista con la misma ligereza que Enero.Mediaba Febrero cuando estuve a punto de escribir las primeras líneas de este año en mi libro de bitácora. Iban a ser unas líneas que hubieran hablado de la decepción que me producía el darme cuenta de que nuevamente tenía que resignarme a un ritmo de trabajo que ya el año pasado me absorbió sin piedad – más de lo que es medianamente recomendable -, y que me había propuesto que este año no me volviera a ocurrir. Pero ha ocurrido. Eso es lo cierto. Y no le veo visos de que vaya a cambiar.

En Diciembre me había hecho la promesa de que este 2008 iba a ser un año de reencuentros. Y lo dije. Un año en el que me propondría sentir que verdaderamente soy yo el que pasa por la vida en vez de sentir que es la vida la que me pasa por encima como una apisonadora. Pero no, una vez más veo que no ha sido ni va a ser así.Rencuentros de muchas clases eran los que me había propuesto llevar a cabo. Con personas, sobre todo con amigos y familiares. Con aficiones, con ilusiones, con proyectos… ¡Qué sé yo!

Y comenzó 2008. Un año que nos ha marcado profundamente a la familia no habiendo hecho más que comenzar. Un año este bisiesto 2008 que es de esos que se te quedan grabados para el resto de la vida con nombre propio. Uno de esos años que cobran especial relevancia más por lo que te quita que por lo que te da o por lo que logras.

Mediaba Enero cuando yo incluso tenía hechas unas fotos de las yemas de los almendros que se preparaban para reventar en cualquier momento para anunciar una Primavera que se mostraba cercana y prometedora. Un período en el que uno ha de suponer que es cuando se renueva el ciclo vital de todo. Un renacer, un recomenzar. Pasaron los días y las semanas y yo sin poder sacar hueco para mostrar esas fotos ni hablar de lo que ahora estoy hablando.

Pero no, el destino tenía guardada otra clase de realidad para todos nosotros en casa. Fue cuestión de horas pasar de unos deseos de hablar de esa incipiente Primavera anunciada por los cada vez más numerosos almendros repartidos por la ciudad, que te estimulan para ver las cosas con renovado optimismo, a tener la esperanza de retomar con nuevos bríos las riendas de las cosas que tienes abandonadas, a caer en la más absoluta oscuridad vital. Como digo, cuestión de horas pasar de una cosa a otra.

Ese oscuro y profundo abismo que se abre entre lo que uno desea y lo que realmente nos impone la vida, se abrió ante nuestros pies una tarde de Febrero. El 17 concretamente, a eso de las seis y media de la tarde, sonó el timbre del teléfono como tantas veces. Sin embargo, ojalá nunca hubiera tenido que sonar. Ojalá nunca hubiera tenido que ser descolgado. Ojalá no hubiera habido que escuchar por él las palabras que ojalá nunca hubieran tenido que ser pronunciadas.

La paz del Domingo quedó quebrada como frágil cristal en cuestión de segundos. Un Domingo en que como pocas veces podíamos estar juntos los cuatro por aquello de que no todos los fines de semana puedo librar. La voz de mi mujer que fue la que cogió el teléfono empezó a romperse entre preguntas sobre algo que era incuestionable. Era nuestro sobrino Daniel, de Alicante. De su boca tuvo que escuchar Isabel palabras que le parecían tan irreales como aberrantes. Y por irracionales que parecieran no había más remedio que asumir y que digerir. Con no poca preocupación la pregunté qué ocurría. Al verla levantarse como un resorte del sofá y preguntar de aquella manera entrecortada y alzando cada vez más la voz, quedaba patente que algo grave ocurría. Intuí que era una de esas cosas que uno no desea escuchar jamás. Aguardé a que colgara el aparato con impaciente inquietud.

- Mi hermano, mi hermano… – me decía.- ¿Qué…? ¿Pero qué ha ocurrido? – preguntaba yo tomándole las manos.- Mi hermano… - no le salían palabras. Y es que hay palabras que son impronunciables. Palabras que ni debieran ser dichas, pero que uno teme hasta cuando no suenan porque sabe que son justamente las que vas a terminar oyendo.- Mi hermano ha fallecido… - Isabel se rompió y la sujeté con más fuerza si cabe las manos.- ¡¡¿Qué?!! – pregunté incrédulo. Aquello no era real. No estaba ocurriendo… Pero sí… estaba ocurriendo….- José Luis… ha fallecido en accidente de tráfico… Mi hermano… mi hermano…

Y a partir de ahí, todo lo que cabe suponer. Las niñas estaban en casa y enseguida se dieron cuenta de que algo grave ocurría.Recuerdo ahora que hasta la perra, que estaba tumbada en la alfombra del salón plácidamente, se levantó inquieta y comenzó a ladrar desaforadamente y a saltar sobre unos y otros. Hasta ella se dio cuenta de que algo había roto la tranquilidad de aquél fatídico Domingo.Los llantos se dispararon en los cuatro en cuestión de segundos. Todo era caos e incomprensión ante algo que nos parecía irracional. Los “¿por qué?” comenzaron a surgir de nuestras gargantas con angustiosa cadencia. Nos abrazamos los cuatro. No sé cómo decirlo pero era como si al mismo tiempo aquello no estuviera ocurriendo, pero estaba ocurriendo. Así son estas cosas. Así de crudas e irracionales.

Sólo mes y medio habíamos estado todos juntos en casa como cada Navidad, incluso con una boda de por medio y ahora aquello no era más que historia. Todo habían sido risas y alegría, y ahora, todos rotos.

Como pudimos, comenzamos a pensar en los familiares de los que uno es capaz de acordarse en esas circunstancias, para hacer tan odiosa llamada.

La vida te da y te quita cosas. A mí me ha quitado de cuajo más de 20 años de conocer a un cuñado entrañable. Una persona alegre y optimista como pocas. Una persona que profesionalmente fue un ejemplo a seguir. Padre y esposo ejemplar que adoraba la vida familiar y que sabía rodearse de amigos en un trato que ahora muchos han comenzado a valorar en su justa medida y que ya han comenzado a echar de menos. Alguien con quien siempre tenías unas risas aseguradas. Era alegría contagiosa. Todos hemos perdido mucho, pero como tantas veces, uno no termina de darse cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde.

Como le dije a mi hija Ana en aquellos primeros duros momentos de incredulidad, esta es de las cosas que le paran a uno los pies de golpe y le ponen en su sitio. Especial puñalada trapera del destino para ella porque era su padrino. Puñalada trapera al fin y al cabo para los cuatro, que sentimos como se nos clavó a todos a la vez.

José Luis, dejaste huella. No te quepa duda. Nunca fallecerás del todo porque para quienes te queremos – y digo bien, “te queremos” porque aún no nos podemos creer que ya no estés entre nosotros -, y te recordamos, siempre estarás vivo. Más vivo que nunca. Tu voz, tus risas, tus anécdotas, tus vivencias, tu generosidad y ¿por qué no?, hasta tus momentáneos enfados, que bien pocos eran, quedarán para siempre vivos y latentes entre nosotros.

Ahí están tus hijos Irene y Daniel para recordar y revivir uno tras otro todos esos momentos, muchos de los cuales hemos tenido la fortuna de compartir.
Ahí está tu esposa Mati, para mantener fresca tu memoria y tu recuerdo, pero sabiendo de la fortaleza que será necesaria para seguir adelante.

Yo por mi parte, José Luis, vuelvo a decirte lo que te dije por última vez en aquél frío lugar en el que nunca debiéramos habernos reunido y que ojalá nunca hubiera tenido que decirte. Al menos, sin que pudieras oírme:

José Luis, gracias.