Era la del juego, otra de nuestras muchas rutinas. En los perros, tan importante como en los humanos. A través del juego se desarrollan muchas habilidades y se esquiva la marcialidad de aquello que por cotidiano se hace anodino.
Salíamos a la calle, íbamos al decampado arcano a casa y, una vez la soltaba, Noa salía disparada hasta el matorral donde escondíamos todos los días la rama con la que jugábamos. De primeras, yo la impedía cogerla. La decía: “¡No!” – se paraba en seco y no la tocaba -. “A hacer tus cosas primero.” Entonces ella en dos o tres minutos, hacía sus necesidades. Ya desahogada, venía a mí contenta y me miraba como diciendo: “¿Jugamos ahora?”
“¡Muy bien!” – la decía yo estimulándola con un par de caricias. “¡Vamos! ¡Tráeme el juguete!”
Ella volvía al matorral como alma que lleva el diablo, cogía la rama y me la traía. Era siempre la misma rama. Nuestra rama. De unos cuarenta centímetros de largo y unos cuatro o cinco de grosor.
Cuando llegaba a mi altura, o la soltaba a mis pies o dejaba que se la cogiera de la boca sin poner resistencia. Después sería distinto. Daba unos pasos atrás y se ponía alerta, muy tensa, con las orejas en punta, dando saltitos cortos sobre las patas traseras. Haciendo el caballito. Sabiendo que se la podía lanzar en cualquier momento y en cualquier dirección.
No importaba lo lejos o lo fuerte que se la lanzara. Sin perderla de vista, salía rauda a buscarla. Como las balas. Por muy oculta que quedara entre los arbustos, siempre se las arreglaba para encontrarla. A veces me sorprendía acercándome al lugar donde había caído pensando, inocente de mí, que tendría que ayudarla. Pero siempre la encontraba. Incluso de noche. Su olfato era más fino que mi vista.
Luego de lanzarla varias veces, venía la sesión de regates. Entonces venían las carreras arriba y abajo. Literalmente me toreaba con habilidad exquisita. Pasaba a mi costado como una centella burlando todos mis intentos por capturarla. Las veces que conseguía hacerlo eran porque ella quería que así fuera. Y ahí venían los forcejeos para quitarle la rama de entre los dientes. Otro juego dentro del mismo juego. Carreras y requiebros.
Así nos pasábamos durante unos veinte minutos. Así terminaba de sedienta ella cuando llegábamos a casa. Sobre todo si hacía calor.
Esa rama era nuestro juguete. Yo decía la palabra juguete, y ella ya sabía lo que venía después y lo que tenía que hacer. Terminábamos de jugar y yo la volvía a colocar en el mismo arbusto. Cada día. Todos los días.
El caso es que hace unos pocos días tuve la necesidad – la extraña necesidad -, de pisar ese descampado. Desde hace casi dos meses, desde el día en que Noa dejó de estar con nosotros, yo no había vuelto a pisarlo. Evito en lo que puedo hasta mirarlo cuando paso delante de él cada día. No me veo capaz de mirarlo sin imaginara a Noa correteando por él como ella lo hacía.
Y es harto difícil, porque está muy próximo a casa, en la acera de enfrente, y por fuerza al volver del trabajo, tengo que pasar por delante todos los días. Pero agacho la cabeza si voy andando o procuro mirar al frente si voy en coche.
Fui al descampado. O ya no es el mismo, o mis ojos ya no lo ven igual. Me costó poner los dos pies en él. Lo miraba desde la acera pero no terminaba de entrar en él. Lo que antes era un fresco vergel cuando ella me acompañaba, ahora es un árido desierto de hierba seca por todas partes. Anduve unos pasos… pero me pareció llevar plomos en los pies. Tampoco fue mucho lo que anduve. No podía.
Y entonces, tras coger aire, hice lo más difícil. Dirigí mis pasos al arbusto del que he hablado antes. A un metro escaso de él, se me hizo un nudo en la garganta. Se me saltaron las lágrimas. Tuve que clavar las rodillas en el suelo… La rama, nuestra rama, seguía allí. En el mismo sitio de siempre. Donde la dejamos Noa y yo el último día que jugamos. La víspera de su partida.
Si nada en ese descampado es ya igual que antes, la rama tampoco. Ahora me parece una rama seca y más inerte que nunca. Una rama que en la boca de Noa parecía cobrar vida propia, ahora la veo y creo que carece por completo de ella. Al principio no me atreví a tocarla, me limitaba a mirarla como se mira un objeto de culto. Después de unos minutos conseguí acariciarla ligeramente con la yema de los dedos, mientras repasaba recuerdos.
Y no, la rama ya no es la misma tampoco. Seca, áspera entre mis dedos… No es la misma rama. Esa rama también ha perdido su vida. La tome entre mis manos unos segundos, y me bastaron para darme cuenta de ello. No tardé en volver a dejarla en su lugar. Y allí se quedó. Tuve el aplomo de hacerle una foto con mi teléfono móvil y unos minutos después me fui de allí.
Volví para casa con pasos plomizos. Sin mirar para atrás. Noté más que nunca que me faltaba algo a mi costado acompañando mis pasos. Se me había olvidado lo que era regresar a casa desde ese descampado en soledad.
No… la esencia de esa rama ya no es la misma. Se ha diluido en el aire.
Ahora es… un juguete roto.
¡Cómo pueden cambiar las cosas!
Faltan palabras a la lengua para los sentimientos del alma.
ResponderEliminarLo dijo Fray Luis de León, y que verdad es.
Pa`lante siempre pa`lante.
Un abrazo.
¡Miguel! ¿Te has atrevido...?
ResponderEliminarTienes más moral que el Alcoyano, jajaja...